La angustia. Su compañera permanente, la que desde siempre ejerce sobre ella una atracción casi
patológica. Como esas parrillas
eléctricas de luces azules que en las antiguas pizzerías atraían a los insectos hacia la muerte. Así. La angustia
la fascina y la cautiva.
Tal vez no otra cosa la impulsó a ser analista, más
que intentar hacer algo por esa angustia
que a los pacientes les resulta intolerable y a ella, irresistible[...]
No es
sencillo aceptar que nos han dejado solos. La soledad es también otra de las máscaras de la muerte y ella lo
sabe muy bien, porque también está sola. Lo necesita.
Hace tiempo que no
ve a Sebastian y el dolor le atraviesa el cuerpo. Desde esa vez ella no
ha podido descansar en nadie más, y hoy esto le está costando demasiado. ¿Cuánto hace que no permite que nadie
la abrace cuando está mal, cuánto hace que no llora?
Todavía recuerda sus brazos fuertes, su palabra firme
y afectuosa. Ella lo extraña de un modo casi infantil, inexplicable y sufriente. El y su
sonrisa inocente, el y su sexo
violento, el y su maldita inteligencia.
Un día,
ella guardó sus cosas, se metió en su
cama y se le entregó de un modo desesperado. Al terminar se quedó llorando
abrazada a él. Cuando él despertó, ya no estaba.
Pensó un momento
intentando comprenderla. ¿Tanto la había lastimado como para que decidiera
dejar todo lo que había
construido hasta entonces, su familia, sus amigos y su trabajo, sólo para alejarse de él?
Sabe que sí. Aunque le cueste
reconocerlo, no puede engañarse. Es consciente de que los dos se lastimaron mucho. Él con su sinceridad hiriente, ella buscando siempre llevar todo hasta el límite, forzándolo hasta que no pudiera más, él jugando perversamente con el dominio que ejercía sobre ella.
Ella, por su parte, lo
amó de una manera incondicional y enferma y cedió a los peligrosos juegos que él le proponía.
Aquella última noche, El miró sus pechos, su
pubis, besó y tocó cada parte de su cuerpo como si quisiera guardarla para siempre en la memoria de su boca y de
sus manos. Y ella se dejó mirar, se
dejó tocar, fue un poco su juguete, lo dejó hacer a su antojo y, como
siempre, disfrutó con eso.
Porque gozaba al ver su cabeza entre sus
piernas mientras la besaba, o al sentir
cómo se movía dentro de ella mientras
su boca le mordía el cuello de un modo casi animal. Pero lo que más
disfrutaba era mirarlo en el instante final,
gimiendo, con ese gesto entre placentero y dolorido que tenía durante
esos pocos segundos. Quizá porque ése fuera el
único momento en el cual podía verlo tal cual era, sin disfraces,
totalmente despojado de corazas e imágenes inventadas.
Entregados a ese placer
doloroso, ella tambien dejaba de ser la intelectual brillante, la psicoanalista que siempre tenía la respuesta
justa para cada pregunta y el control sobre todas sus emociones. En ese trance ella era solamente una mujer que gozaba desesperadamente y a la que sólo él era capaz de hacer sentir de esa manera.
Pero, desgraciadamente también él tenía el poder de descontrolarla, de llevarla en un instante del placer a la angustia. Quizá no fuera otro el motivo por
el cual había decidido dejar su casa de Buenos Aires
para instalarse en aquella pequeña ciudad
a más de mil kilómetros de todo lo que hasta ese momento había sido su vida.
Porque a su lado, también el dejaba de ser el hombre lúcido y sensible para convertirse en un macho que se sometía totalmente a todos sus caprichos. Y los
disfrutaba.
Por eso esa noche, cuando todo
concluyó, se quedó hecha un ovillo
sobre la cama, llorando en silencio. Porque ya no habría más Sebastian para ella.
Sabía que iba a extrañarlo con
desesperación, pero sabía también que
era imposible intentar algo más. Ya se habían lastimado
demasiado. Ella no había podido hacer nada por evitarlo e, inmersa en el juego, también lo había herido. Muy
a su pesar, aun a costa de su inocencia, de su verdad. Estaba arrepentida, pero
ahora ya era tarde.
Por eso, al irse, no quiso
despertarlo. Se vistió en silencio y
apenas si atinó a mirarlo antes de salir del cuarto. Afuera una persistente llovizna caía sobre Buenos Aires y
los relámpagos iluminaban el cielo.
Cuando salió a la calle el frío de la noche le pegó
en la cara. La garúa era continua y helada. Metió la llave dentro de un sobre
con su nombre, lo tiró en el buzón de la entrada y se fue de su vida para
siempre.
Hace un tiempo.
El tiempo es implacable.
Pocas cosas se parecen tanto a la muerte como el silencio y él lo sabe. En donde no hay lugar para las palabras aparece el sinsentido, lo inabordable. Eso que es imposible de hablar y que se pierde en una oscuridad sin nombre. Sólo un dolor mudo y lacerante se levanta como última barrera frente a la locura[...]